DIVULGACIÓN
La reflexión histórica nos está ayudando a hacer frente a la COVID-19 y nos permite aprender de epidemias anteriores. El hambre y la vulnerabilidad alimentaria han sido dos de las consecuencias que han acompañado desde siempre a las crisis epidémicas. La pandemia de gripe de 1918 y el impacto socioeconómico que supuso, no hicieron más que agravar los problemas de malnutrición que ya estaban afectando a amplios sectores de la población, como consecuencia, entre otros factores, de la Primera Guerra Mundial. El problema de la alimentación se convirtió en un asunto prioritario en la agenda de los organismos sanitarios internacionales. Desde instancias como el Comité de Higiene de la Sociedad de Naciones se impulsaron políticas de intervención social en materia de alimentación. Se trataba de iniciativas de nutrición comunitaria o nutrición pública que, más allá de cubrir unos mínimos nutricionales, debían abordar los factores que entorpecían el acceso universal de la población a una alimentación equilibrada y saludable. Las colas del hambre que día a día están aumentando en nuestros pueblos y ciudades, además de responder a la situación coyuntural que cabe atribuir a la Covidien-19, también son un testimonio de deficiencias estructurales. Muestran el fracaso de una sociedad incapaz de garantizar un derecho tan básico como el de la alimentación. Son el resultado de unas dinámicas sociales de acceso a bienes y servicios, que están condicionadas por desigualdades que muy probablemente se incrementarán con la epidemia del coronavirus. Esta tal vez otra de las ventanas de oportunidad que nos puede ofrecer la crisis. En concreto, la de implementar políticas públicas de intervención que acaban con los problemas de malnutrición que afectan de manera crónica a amplios sectores de la población y que den respuesta, más allá de la filantropía o la caridad, a emergencias alimentarias como las que estamos viviendo estas semanas. El hambre y la malnutrición son la expresión biológica de la falta de equidad social, en la medida que no hemos sido capaces de acabar con los determinantes de naturaleza social, cultural, económica y política que explican la exclusión social y la desigualdad. Las políticas alimentarias y los programas de nutrición pueden contribuir a mejorar los niveles de equidad y, de manera más directa, a poner fin a las colas del hambre o evitar la precariedad alimentaria y nutricional que ha comportado, para muchos niños y niñas, el cierre de los comedores escolares. Tenemos que garantizar el acceso universal a una alimentación de calidad, segura, saludable y sostenible. Pero conseguir también, a través de la educación en alimentación, nutrición, habilidades culinarias y gastronomía, consumidores críticos y bien informados. La consecución de estos objetivos pasa por consensuar políticas públicas que, además de asegurar los objetivos que se acaban de mencionar, apuestan por avanzar, de manera decidida, hacia un modelo alimentario sostenible y sustentable, basado en los principios de la economía social y solidaria, la soberanía alimentaria, y la producción y el consumo de proximidad.
©Josep Bernabeu-Mestre.
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